En el apasionante entramado de nuestro cerebro, la preferencia por creer en conspiraciones en lugar de la verdad a veces se arraiga entre el conocimiento y las emociones. Nuestra mente es propensa a buscar patrones y significados favoreciendo información que respalda creencias preexistentes, incluso si son teorías sin fundamento.
Quienes vemos series policiacas o políticas a menudo, tenemos múltiples ejemplos de lo que podemos llegar a pensar como explicación a hechos que en realidad son fortuitas y simples.
Además, la necesidad de sentido y control en situaciones caóticas puede impulsarnos a aceptar narrativas simplificadas, incluso si carecen de hechos. No nos interesa lo que pasa sino lo que creemos que podemos entender y explicar de lo que pasa aunque no sea cierto.
Las emociones en esto, desempeñan un papel clave. El miedo y la desconfianza, a menudo impulsados por la incertidumbre, pueden inclinarnos hacia explicaciones que ofrecen una sensación de comprensión y control, aunque sean falsas. Ya lo decía Tácito “la verdad se robustece con la investigación y la dilación; la falsedad, con el apresuramiento y la incertidumbre.”
La complejidad de la sociedad contemporánea presenta amenazas más sutiles y abstractas, y el cerebro humano, aún cableado para la detección rápida de peligros, puede malinterpretar información compleja o incierta.
Las teorías conspirativas ofrecen explicaciones simplificadas en apariencia, coherentes para eventos complejos, proporcionando una sensación de comprensión y control en un mundo percibido como caótico. Nuestro instinto prefiere estas teorías para dar sentido a un entorno que de otro modo sería percibido como desconcertante y potencialmente amenazador.
Las herramientas para contrarrestar este efecto vuelven a pasar por cultivar la conciencia crítica, fortalecer la resiliencia emocional y fomentar la apertura a la complejidad. Trabajemos para tener una visión más equilibrada y fundamentada. Como diría mi querido San Juan, solo “la verdad nos hará libres”.


