Pensemos en qué nos decimos a nosotros mismos cuando estamos inmersos en una nimia discusión que de repente se convierte en un terrible enfado del que nos cuesta salir incluso días.
Lo primero que mostramos cuando sufrimos un “secuestro emocional” como diría Goleman es la falta de autocontrol y por lo tanto de madurez que manifestamos. Esa espiral que nos posee y nos impide parar, respirar, retirarnos y reflexionar nos habla mucho más de lo que creemos de nosotros mismos y de nuestro niño interior.
Nos habla de las grandes necesidades de amor, atención y cariño que tenemos. Pulsar la tecla del play de nuestros peores pensamientos es nuestro recurso al sentirnos inexplicablemente en peligro, atacados. A pesar de que no ocurra nada en concreto, nos defendemos con todo el peso de nuestro miedo con palabras gruesas y gestos peores.
Las palabras originan en nuestro cerebro representaciones internas que nos recuerdan diferentes capítulos y vivencias de nuestra vida llenos de intensas emociones que nos embargan y engullen.
Vinculamos caras, voces y lugares a estas intensas emociones de miedo y vulnerabilidad hasta hacerlas automáticas y una vez que el contexto es el conocido y propicio, cada vez es más sencillo volver una y otra vez a esa desagradable emoción.
Algo que podemos hacer es hablarnos de diferente manera, con otras palabras para organizar en nuestra mente los pensamientos de manera diferente. Sin dejarnos llevar por automatismos que empeoran nuestra calidad de vida.
La próxima vez que te descubras en un fuerte y degradable emoción trata de vencer a tu parte infantil y primitiva y empieza a hablarte como si fueras tu mejor amigo. Recupera el control y la calma.


