Aún recuerdo mis primeros años en política, cuando cierto magnate quiso traer Las Vegas a Madrid y no tuvimos problema en modificar leyes para que hiciese de su capa un resort de juego y derivados. Porque cuando el dinero habla, la política escucha.
Lo que entonces parecía una excepción hoy es norma. Los muchimillonarios, hechos a sí mismos algunos con los datos que gracias a nuestros gobiernos, hemos dado gratis, no necesitan prometer, solo ejecutar. No piden permiso, solo avanzan. Y lo más inquietante no es que lo hagan, sino cómo nuestros cerebros están diseñados para seguirles sin cuestionar nada.
Desde la neurociencia se entiende bien. El sesgo de autoridad nos hace aceptar sin resistencia lo que dice alguien con poder. Si es un político, dudamos. Si es un magnate, con la pasta que anhelamos, lo asumimos como visión de futuro. No importa si lo que proponen es realista, solo si lo presentan con la seguridad suficiente que a nosotros nos falta.
Nos han condicionado a quererlo todo, rápido y sin complicaciones. La burocracia nos desespera, pero cuando alguien viene y dice “se hace y punto”, nuestra dopamina responde con entusiasmo. Preferimos creer en soluciones simples, aunque sean falsas, porque la incertidumbre nos aterra.
Los que ven un resort en cada esquina del mundo no alcanzan a ver lo que hay más allá de sus muros, desigualdad, explotación y una estructura diseñada para exprimir hasta el último recurso antes de pasar al siguiente negocio. Y el mundo entero parece estar cayendo en esa trampa.
La plutocracia nos ha acostumbrado a seguir hipnóticamente las órdenes de un magnate. No vaya a ser que nos ponga aranceles que más tarde pagarán los ciudadanos, nos quite el tic azul o nos cierre el grifo de modernos coches eléctricos. El poder ya no necesita urnas, solo capacidad de extorsión, sino miren los jugadores principales: EEUU, Rusia y China.
Lo peor es que no solo actúan, sino que reescriben la realidad. Cambian el marco, reescriben la realidad, cambian las denominaciones a infraestructuras estratégicas como el Canal de Panamá o el Golfo de México, que según dónde lo busques, ya se llaman de una manera o de otra. Porque primero se cambia la percepción, después la historia y finalmente los hechos.
Nos habíamos acostumbrado a que la política era un juego lento, de poco profesionales y poco útil. Pero ahora lo único que se entiende es el “All in”. La neurociencia del juego lo demuestra, una vez que apuestas todo, no puedes retroceder. Los políticos siguen jugando mal al ajedrez, pero ellos juegan fantásticamente al póker, y nosotros somos las nuevas fichas.
Seguir cediendo nos hará acabar a todos a lo “Ratas a la carrera” en el casino de su resort. Y allí, la banca siempre gana.


