CONDENA AL OSTRACISMO

Demasiado me recuerda todo a la antigua Grecia pero es que hay que volver a las raíces para no perder la perspectiva. En ella, el ostracismo era una condena sin barrotes, el destierro del nombre, la exclusión del relato, el olvido como forma de justicia. A quien se consideraba una amenaza para la polis se le negaba el lugar en la historia.

Hoy, hacemos justo lo contrario. A los asesinos más atroces les regalamos lo que más anhelaban, protagonismo. Les dedicamos series, documentales, biopics, entrevistas. Analizamos sus traumas, sus motivaciones, sus métodos. Les damos voz, rostro, narrativa. Les convertimos en personajes.

Entendiendo la necesidad de buscar los porqués de tales brutalidades, cualquier razón nunca va a ser suficiente. Y mientras tanto, las víctimas quedan desdibujadas sin derecho a protegerse de un vendaval mediático que, de nuevo, arrase su vida. Quedamos en un número, una foto en blanco y negro, una mención breve. Se habla más del asesino que del daño que causó. Se convierte en leyenda, ellas, en nota al pie.

Carnegie decía que una de las motivaciones humanas más profundas es sentirse importante. Muchos de estos criminales lo sabían. Mataron para existir, para dejar dolor y huella. De otra manera nunca hubiesen hecho nada que les sacase de la zona baja del montón. Y lo lograron. No por su crimen, sino porque nosotros les dimos escenario.

Es la neurociencia la que nos ayuda entender el efecto devastador  que se produce cuanto más exposición damos a un rostro, más familiar se vuelve. Y con la familiaridad, viene la empatía distorsionada, el morbo, la deshumanización de las víctimas.

Es hora de aplicar el ostracismo moderno, convenir como sociedad negarles la posteridad. Dejar de contar su historia como si fuera ficción y porque vende y empezar a dar espacio a quienes ya no pueden hablar.

El olvido no es siempre una injusticia. A veces, es la única condena que protege a los que aún estamos aquí. Solo basta ponerse en la situación de esa madre. 

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