Cuando algunas de las personas a las que acompaño me trasladan su temor de estar bajo la lupa de sus compañeros y empleados, hacemos varias dinámicos para demostrarles que cada uno, donde pasa más tiempo, es en sí mismo.
Vamos tan rápido que no reparamos en la rueda en la que estamos. Buscamos constantemente un mejor trabajo, ganar un mejor sueldo, todo para comprar más cosas o hacer más cosas. Pero cada vez más en solitario.
Cada vez más trabajo y menos tiempo para disfrutar y pensar. Y cuando por fin tenemos unos minutos los dedicamos a seguir pensando en nosotros. En lo que nos falta. En lo que podríamos tener. En lo que aún no hemos logrado.
Quizá no sea que estemos desmotivados sino que el foco está mal dirigido. Quizá hacer tanto solo para uno mismo no sea tan gratificante como nos vendieron.
Somos seres sociales. No estamos diseñados para vivir encerrados en nuestros logros ni en nuestros planes. Cuando todo gira solo en torno a nuestro propio disfrute aparece un vacío. Sutil al principio. Pero insistente.
Ese vacío se convierte en un agujero negro que empieza a tragarse todo. El esfuerzo. La alegría. El disfrute. Nada parece suficiente. Todo se acelera. Y cuanto más tratamos de llenarlo con cosas, más crece.
Pero si movemos el foco. Si compartimos aunque sea un poco. Si hacemos algo con otros o para otros. Si dejamos de preguntarnos todo el tiempo qué más necesitamos y empezamos a mirar alrededor.
Quizá el agujero no desaparezca. Pero se volverá más pequeño. Menos negro. Y más humano.


