Desde que acaban las elecciones, los partidos políticos tradicionales solo tienen un objetivo en la cabeza: las siguientes elecciones. Los primeros meses del año que toque volver a votar son el escaparate perfecto para las inauguraciones, las obras y las concesiones, todo cuidadosamente planificado para que la foto salga bien y el voto caiga donde debe.
Ahora que las aguas están más tranquilas, tras eliminar opciones y competidores, toca controlar la estrategia de qué se vota antes y qué después. Las primeras urnas que caigan serán las que reciban el castigo de la desilusión, del desencanto y de las manifestaciones que llevan meses cebándose. Por eso, la pugna está servida.
Algunos políticos autonómicos y locales rezan para que las primeras sean las elecciones nacionales, a ver si así el desgaste se lo comen otros. Se visten de dignos en declaraciones públicas, aunque su lealtad al partido sea de conveniencia. Y otros políticos nacionales también miran con desconfianza al calendario, porque saben que si las elecciones van primero en las autonomías, puede que el suflé se desinfle y el resultado les pase factura.
Vuelven los tiempos del turnismo corrupto que tantas veces hemos padecido. Ese que reparte prebendas, compensa silencios y paga fidelidades con promesas de futuro. Y mientras, la mayoría de los ciudadanos —que somos quienes más perdemos en este juego— asistimos con resignación al espectáculo de siempre.
Porque cuando el objetivo de la política es el poder y no el bien común, lo único que cambia es el actor principal. El guion, por desgracia, sigue siendo el mismo.


