La necesidad de relacionar causa y efecto en los acontecimientos nos lleva a llenar nuestras opiniones de sesgos inútiles que nos hacen opinar y molestar, sin pensar.
Alcaraz no había hecho más que la gesta de ganar Roland Garros y ya había muchos que criticaban su desconexión para recuperarse con su familia y amigos. Como si ganar solo fuera legítimo si se hace de la manera que los demás deciden.
Estoy segura de que hay muchos que sacrifican su vida por algo que les apasiona y que, con el tiempo, acaban odiándolo. Miran hacia atrás y se lamentan de no haber disfrutado más del camino.
Parece que nos cuesta soportar que otros disfruten, aunque sea fruto de un esfuerzo intenso y admirable. Nos creemos jueces implacables de la vida de los demás y a la vez esperamos que ellos sean comprensivos y magnánimos con nosotros.
El partido del domingo nos hizo vibrar a miles de personas con un tenis increíble y una perseverancia heroica. En lugar de celebrar y reconocer ese logro, algunos cargan contra un joven de 22 años que también quiere vivir. Como si tuviera que tener prohibido disfrutar.
Lo mismo ocurre cuando como a Morata un error —que puede ser tan fortuito como humano— se convierte en la excusa perfecta para que algunos descarguen su odio y hasta amenacen de muerte. Como si un fallo aislado en un partido valiera más que una carrera entera.
Cada uno vivimos nuestros éxito y errores como podemos. Y aprender a respetar el modo en que otros celebran sus victorias —y sobrellevan sus derrotas— es un ejercicio de humildad y madurez que nos haría mejores como sociedad. Porque al final, detrás de cada victoria o error, hay una persona que merece vivir, aprender y crecer como desee.
Agradecerles su esfuerzo para nuestro disfrute es tan lógico como sencillo. Entiendo que hay muchas personas muy duras con ellas mismas y que hablándose fatal y avergonzándose de todo prefieren contagiar y hacer lo mismo con los demás pero esa, no es tampoco su solución.


