Querer liderar no puede ser una cuestión de nombramiento ni de ocupar una silla. Liderar es comportarse de un modo que inspire, que movilice, que deje huella. Sin embargo, cuando no tenemos cerca un ejemplo de liderazgo real, tendemos a copiar a quienes dirigen, aunque no lideren. Creemos que imitándolos llegaremos lejos, sin darnos cuenta de que lo que vale no es el rol, sino el modo en que se ejerce.
Lo que deberíamos preguntarnos es: ¿qué habilidades y valores nos gustaría que tuviese la persona que nos guía? ¿Qué necesitamos de quien tiene la responsabilidad de marcar el rumbo? Lo mismo que ocurre con la amistad: todos quieren tener amigos, pero pocos se preguntan cómo ser uno de verdad. Con el liderazgo pasa igual.
La política española, por desgracia, como si fuese una maldición a la que hay que resignarse, hace tiempo que no nos ofrece verdaderos liderazgos. Nos empuja, una y otra vez, a elegir lo menos malo. Hasta que la corrupción o el desgaste hacen caer al partido en el poder, y otro cualquiera, en el extremo contrario, toma su lugar. Se reinicia el ciclo. Sin ilusión. Sin ideas. Con discursos vacíos trufados de alarmismo, frases enlatadas y estrategias de marketing carísimas.
Pongan el partido que quieran en cada lado del ring: el resultado, lamentablemente, se parece demasiado. Solo nos queda observar quién es más creativo en la forma, porque de soluciones, ni una palabra. Y mientras tanto, seguimos huérfanos de liderazgo. De ese que no se proclama, se demuestra.
A ver si va a resultar que el propio sistema que se han procurado ellos mismos es el que una y otra vez proporciona más de lo mismo y quizá la solución sea abrir esas puertas y que entre un vendaval que impida el ciclo.


