Las piscinas públicas no deja de ser un fantástico campo para todo tipo de experimentos sociológicos. Observando el comportamiento de los más pequeños y su proporcional paciencia recordé un útil experimento.
En los años 70, un experimento aparentemente inocente con niños y malvaviscos cambió para siempre nuestra forma de entender la paciencia. Se colocaba un dulce frente a cada niño y se les decía, si esperas unos minutos sin comértelo, recibirás dos. Lo que parecía un simple juego demostró algo más profundo, los que lograban retrasar la gratificación desarrollaban mejores habilidades académicas, relaciones más estables y una mayor gestión emocional con el paso de los años.
La buena noticia es que esa habilidad no es un don, se entrena. Y podemos hacerlo cada día.
Cuando escondemos un deseo —un dulce, una compra, un mensaje pendiente— estamos fortaleciendo los circuitos de pausa de nuestro cerebro. Si, en lugar de dejarnos llevar, imaginamos que ya lo tenemos, visualizamos que lo disfrutamos o incluso nos vemos a nosotros mismos resistiendo, estamos creando nuevas conexiones neuronales. La neurociencia demuestra que ese tipo de ensayos mentales activa las mismas áreas que si lo estuviéramos viviendo, y eso reduce el ansia.
No se trata de negarnos placeres. Se trata de aprender a elegir cuándo, cómo y por qué los queremos. Porque lo inmediato nos da alivio, pero lo que llega tras la espera suele traernos crecimiento, sentido y satisfacción más duradera.
Aprender a esperar también es una forma de ganar seas pequeño o mayor.Como los niños del experimento, pero con toda la consciencia de los adultos que ya somos.


