EL JARDÍN DEL NILO

En la orilla fértil del Nilo, donde las palmeras bailan con el viento y los ibis blancos cruzan el cielo como oraciones al sol, vivía Amón, un joven escultor egipcio. Era conocido por su talento para esculpir figuras perfectas en piedra, pero también por su impaciencia.

Su abuelo, Senenmut, había sido arquitecto de templos y guardaba la sabiduría de muchas generaciones. Pero ahora caminaba lento, hablaba despacio y a veces se perdía en recuerdos.

—Abuelo, ya no tienes fuerza para ayudarme —le dijo Amón una tarde—. Mis obras deben avanzar. Tú ya hiciste lo tuyo.

Senenmut lo miró en silencio, como quien observa el paso del tiempo sobre una pirámide. No dijo nada. Solo volvió al jardín, donde cada día regaba los mismos tres arbustos que él mismo había plantado hacía décadas.

Una mañana, tras una gran tormenta de arena, Amón vio que el jardín seguía intacto. Los arbustos, ahora altos y robustos, protegían su taller del viento y el polvo. Fue entonces cuando notó que todo lo que tenía —las herramientas, la casa, incluso el terreno— había sido construido por su abuelo.

Sintió vergüenza. Corrió al jardín, donde Senenmut lo esperaba con una sonrisa serena.

—Las raíces profundas no se ven —dijo el anciano—, pero son las que sostienen todo lo demás.

Desde entonces, Amón cuidó de su abuelo con la misma devoción con la que esculpía el mármol. Y descubrió que quien honra a los que vinieron antes, siempre tallará su obra sobre piedra firme.

Cuidar a los mayores no es un deber, es un privilegio que nos conecta con la historia que nos sostiene.

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