La alegría está infravalorada. Parece sospechosa, frívola o poco profesional. Aún creemos que la seriedad es sinónimo de rigor, como si reír restara profundidad o compromiso. Es una creencia absurda que nos roba energía, creatividad y conexión.
Pasar tiempo con alguien que irradia alegría,lo que yo he hecho hoy, es una experiencia fisiológica. Vuelves diferente, el cerebro imita emociones gracias a las neuronas espejo. Por eso, estar cerca de una persona alegre cambia literalmente nuestro estado interno. La dopamina se eleva, la amígdala se calma y la percepción del tiempo se suaviza. La alegría no solo se contagia, también se aprende.
Cada uno puede cultivarla desde distintos lugares. Algunos la encuentran en la gratitud, otros en la naturaleza, en el arte, o en una conversación sincera. No se trata de negar el dolor, sino de equilibrarlo. Fingir alegría, incluso cuando no se siente del todo, activa las mismas redes neuronales que cuando es real. Con el tiempo, el cerebro termina creyéndosela, y eso la convierte en auténtica.
La alegría no nos distrae del esfuerzo, lo sostiene. Nos permite persistir, adaptarnos y conectar mejor. No es una frivolidad emocional, es una herramienta de supervivencia mental.
Igual que nos obsesionamos con penar en lo que nos apena o aterra y si probamos a sonreír, aunque sea de forma voluntaria, quizá activemos el nervio vago y regulemos el sistema nervioso parasimpático, reduciendo la tensión y mejorando la atención. Entrenar la alegría es una forma de entrenar la inteligencia emocional.


