A veces reparamos poco en que solo dos palabras pueden cambiarlo todo. Yo soy. Con ellas construimos nuestro mundo interior y damos forma a la manera en que nos mostramos ante los demás. Cada vez que las pronunciamos, el cerebro registra una identidad, refuerza una emoción y da instrucciones al cuerpo para comportarse de acuerdo con esa idea. Por eso es tan importante cuidar lo que decimos después.
Cuando repetimos frases como yo soy torpe, yo soy despistado, yo soy incapaz, estamos grabando un patrón neuronal que termina convirtiéndose en hábito. La mente no distingue entre lo real y lo repetido, lo que afirmamos con frecuencia se vuelve familiar y por tanto, creencia, y la creencia moldea nuestra conducta. Si además vivimos en entornos negativos, esas etiquetas se refuerzan aún más y terminamos atrapados en una versión reducida de nosotros mismos.
El lenguaje crea realidad. Si aprendemos a usarlo a nuestro favor, podemos empezar a cambiarla. Sustituir un yo soy un desastre por yo estoy aprendiendo, o un yo soy nervioso por yo estoy entrenando mi calma, no es autoengaño, es neuroeducación. Es enseñarle al cerebro una nueva posibilidad.
Cada yo soy es una semilla en tu identidad. Decide con cuáles quieres poblar tu jardín mental. Porque cada palabra que eliges es un acto de creación, y cada pensamiento repetido una forma de destino.
Acostúmbrate a las afirmaciones positivas, activa el sistema de recompensa del cerebro y refuerza las conexiones asociadas a la confianza y la motivación. Cambiar el lenguaje cambia literalmente tu mente y cuerpo. Si dices algo malo de ti cuando lo repitan los demás siempre podrán decir que así te definiste tú.


