EL CÍRCULO DE LAS TAZAS ROTAS

En un pueblo rodeado de colinas, cinco mujeres que habían compartido la infancia, la juventud y los silencios de la madurez, decidieron reunirse cada jueves para tomar té.

Eran diferentes: una hablaba sin parar, otra escuchaba con profundidad. Una se había casado joven, otra nunca, otra había amado en secreto. Y aunque sus vidas tomaron caminos distintos, algo las unía más allá del tiempo: el deseo de no quedarse solas por dentro.

Cada una llevaba su propia taza. Un día, la de Lina cayó y se rompió.

—Lo siento —dijo avergonzada—, soy tan torpe últimamente…

Eva, sin decir nada, se levantó, recogió los pedazos y los guardó.

—Vamos a repararla con oro —dijo al día siguiente—. Como hacen los japoneses. Así recordaremos que las cicatrices bien acompañadas se convierten en arte.

Desde ese día, cada vez que una hablaba de su miedo, su duelo o su duda, las demás no intentaban resolverlo. Solo sostenían la taza.

Y así, en cada encuentro, las grietas se volvían doradas. No porque desaparecieran, sino porque eran compartidas.

Con el tiempo, las reuniones se volvieron sagradas. Nadie juzgaba, nadie exigía. Solo se escuchaba, se reía, se lloraba y se tejía la red invisible del cuidado mutuo.

Porque entendieron que, en la vejez, la amistad no es un lujo.

Es el lugar donde el alma respira.

Os dejo esta reflexión sobre la importancia de las relaciones de calidad cuando vamos siendo más mayores. Las tazas se rompen. Pero las que se reparan entre amigas… sostienen más vida que las nuevas.

Conectar no es hablar mucho, es estar de verdad.

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