La decadencia de un sistema se hace evidente cuando los propios actores principales no solo no lo respetan, sino que como ellos mismos dicen “les importa tres pepinos en vinagre”, por decirlo de manera educada y probiótica.
Abrir cualquier periódico o escuchar los cinco primeros minutos de un telediario basta para que, a diestra y siniestra, se sienta el mismo desapego y la misma vergüenza, a partes iguales.
Ya vivimos momentos en nuestra historia en los que el buenismo inútil y la corrupción terminaron en una dictadura. Hoy, el hartazgo y los sainetes hacen que incluso eso parezca, a algunos, oportuno, aunque solo pensarlo de forma reflexiva ya debería abrirnos las carnes.
La solución ya no pasa por otros partidos con otras caras. Porque el sistema termina captando a los que quieren vivir de la política y expulsando a muchos de los que llegan a servir desde ella.
Esto necesita un cambio que no lo reconozca ni la madre de aquel. Que impida que una posición jerárquica lo domine todo para no hacer nada. Y que ahora, con la digitalización, permita que esté todo en manos de todos.
Una mirada honesta entre lo que nos dirige y lo que nos entretiene da buena cuenta de que esta cuesta abajo no se salva como se nos tiene acostumbrados. Ni llamando a un teléfono, ni enviando un mensaje. Porque no es que cuatro años sean eternos para votar.
Es que ya no queremos que esté solo en sus manos.


