Cada vez que intentas salir de tu zona de confort tu cerebro levanta todas las barreras posibles. Es su forma de quererte, aunque a veces parezca lo contrario. Te protege con exceso, te susurra peligros, te recuerda fracasos que no existieron e inventa otros posibles. Quiere que vuelvas a lo conocido, a lo repetido, a lo cómodo. Ese lugar pequeño donde no pasa nada… pero tampoco crece nada.
Y si lo compartes, el miedo se multiplica. Ya no es solo tu voz interna repitiendo “cuidado”. Se suman las de quienes te quieren bien, pero te imaginan débil. Personas que te sostienen pero también te frenan porque proyectan en ti sus propios temores, sus propios límites no cruzados. No te aconsejan desde tu capacidad sino desde la suya. No te protegen del riesgo, te protegen del movimiento.
El pánico se contagia rápido. Si no estás despierto acaba filtrándose en tus decisiones, apagando tu impulso inicial, saboteando el resultado. Después, como una sombra muy educada, confirma que no debiste intentarlo. La profecía se cumple. Pero no porque no pudieras, sino porque cediste al miedo que no era tuyo.
Hay antídotos. Buscar a quienes también se atreven, a quienes se equivocan creando en lugar de quedarse quietos mirando. Pero hay otro más poderoso aún: avanzar. Empezar aunque tiemble el pulso, aunque la mente grite que vuelvas atrás. Demostrarte que puedes antes de demostrar nada al mundo.
Porque los sueños no se discuten, se construyen. Paso a paso, fallo a fallo, con el miedo sentado al lado pero sin el volante en la mano.
A veces lo único que necesitas para que el pánico deje de contagiarse es convertirlo en acción. Y entonces, el miedo ya no manda. Solo acompaña.


