CUANDO LA FELICIDAD NO SE COMPRA
Durante años hemos buscado la felicidad en el tener. Después nos dijeron que estaba en el ser. Y mientras saltábamos de una fórmula a otra, algo esencial quedaba en segundo plano. Todos los estudios serios coinciden en lo mismo. La felicidad se sostiene en el amor. Y aun así seguimos tratándolo como un complemento y no como el centro.
Ser y tener importan, claro. Construyen identidad y seguridad. Pero no bastan. Puedes ser mucho y tener de todo y aun así sentir un vacío difícil de nombrar. Porque lo que de verdad nos expande es sentirnos queridos. No admirados ni reconocidos sino queridos de verdad. Desde ahí nos atrevemos. A cambiar. A arriesgar. A mostrarnos sin armadura. A intentar cosas que nunca haríamos si nos sintiéramos solos.
Sentirse querido crea suelo firme. Da permiso interno para fallar y volver a empezar. Reduce el miedo al juicio. Nos recuerda que no todo depende de acertar. El amor bien entendido no nos hace frágiles. Nos hace valientes.
Y querer es algo igual de profundo. No es idealizar ni moldear al otro. Es abrazar las diferencias. Aceptar las luces y también las zonas incómodas. Entender que lo que nos hace únicos no siempre es lo más fácil de amar pero sí lo más real.
Quizá por eso el amor decide más de nuestra vida de lo que estamos dispuestos a admitir. Porque cuando hay amor el ser se ordena y el tener deja de mandar. Y ahí aparece algo que se parece mucho a la felicidad.


