CUANDO EL SILENCIO TAMBIÉN PRODUCE

Esperas que desesperan, cámaras apagadas, intervenciones eternas, horarios imposibles y aportaciones de paso. Así se siente a veces el trabajo digital, ese que prometía libertad, productividad y equilibrio, y que sin embargo muchas veces termina agotando más que antes. Si lo que buscábamos era flexibilidad y calidad de vida, no podemos quedarnos a medias ni seguir reproduciendo el mismo modelo presencial, solo que a través de una pantalla.

Hoy tenemos herramientas que permiten que la sincronía sea asíncrona, o lo que es lo mismo, que no todo deba ocurrir al mismo tiempo para ser útil. Porque el eterno debate entre búhos y alondras, quienes piensan mejor de noche o de mañana, nunca tendrá solución. Los bostezos de unos son la lucidez de otros, y no todos brillamos al mismo ritmo.

Hay quien reacciona rápido y lanza ideas por minuto, y quien necesita reposarlas sin presión para poder aportar con claridad. Y en medio, las cámaras apagadas, las multitareas disfrazadas de atención y la sensación de que todo ocurre sin verdadera conexión.

Quizá haya que empezar a aceptar que no siempre estar “en línea” es estar presentes. Que una respuesta tardía no es desinterés, sino respeto por el propio ritmo. Que el silencio no es vacío, sino tiempo fértil.

Nuestro cerebro necesita pausas para integrar la información. Las redes neuronales que crean ideas nuevas se activan justo cuando no hacemos nada. Así que la próxima vez que alguien te deje en leído, tal vez esté pensando mejor.

¿APAGAS O APOYAS?

Hay momentos en los que alguien nos comparte una idea nueva, una ilusión o un proyecto y, sin querer, algo en nosotros se encoge. En lugar de subirnos a la ola del entusiasmo, sentimos una mezcla de incomodidad, prudencia o incluso envidia disimulada. Respondemos con nuestros miedos, con cautela o con un silencio que enfría el momento. Sin darnos cuenta, apagamos una chispa que no nos pertenecía, pero que podríamos haber ayudado a encender.

Nuestro cerebro explica esto con  una tendencia natural a proteger el estatus quo. Lo nuevo activa el centro del miedo, y despierta sesgos como el de confirmación, que nos lleva a buscar razones para no salir de lo que conocemos, o el de comparación, que nos hace medir el éxito ajeno con nuestra propia vara. A veces lo que rechazamos no es la idea del otro, sino la incomodidad de ver reflejado un deseo no cumplido.

Pero apoyar no exige compartir el entusiasmo, basta con reconocerlo. Preguntar, interesarse, dejar que la curiosidad venza al juicio. La empatía es una forma de acompañar sin apropiarse, y la curiosidad, una manera de celebrar sin envidia.

Cada vez que alguien nos habla con brillo en los ojos tenemos una elección silenciosa. Podemos apagar o podemos apoyar. Elegir lo segundo no solo alimenta al otro, también fortalece nuestras propias redes neuronales de cooperación y conexión. Porque cuando celebramos la luz ajena, algo en nosotros también se enciende.

LAS HUELLAS DE NEFERU

Hace miles de años, en las orillas del Nilo, vivía Neferu, una joven escriba al servicio del templo de Thoth. Cada día, al salir el sol, copiaba con esmero las enseñanzas sagradas en papiros, pero en su corazón crecía una sombra: sentía que nadie valoraba su trabajo. Los sacerdotes no la miraban, los discípulos pasaban de largo y su nombre nunca era pronunciado en los rituales.

Un día, molesta y triste, decidió dejar de escribir.

Esa noche, soñó que caminaba por un templo vacío, y en sus paredes no había ni una sola palabra. Un anciano de barba blanca le habló:

—Cuando las palabras del alma dejan de fluir, la sabiduría se convierte en polvo. No escribes para ser vista, Neferu. Escribes para que otros vean.

—Pero nadie agradece —dijo ella.

El anciano sonrió.

—¿Tú lo haces?

Al despertar, Neferu salió al alba y comenzó a agradecer. Al barquero que cruzaba el río. A la mujer que limpiaba el templo. Al anciano que barría la entrada. Y también a sí misma, por no rendirse.

Con cada agradecimiento, sentía cómo algo dentro de ella se encendía.

Semanas después, alguien dejó flores en su escritorio. Luego un joven discípulo se le acercó:

—Gracias por escribir lo que leí anoche. Me dio esperanza.

Y entonces comprendió: el agradecimiento no es una respuesta… es una siembra.

La gratitud que das hoy es la luz que vuelve a ti cuando más lo necesitas.

Os dejo este cuento para reflexionar sobre la importancia de Agradecer es una forma de escribir belleza en los corazones, incluso cuando nadie mira. ¿ Tú lo haces? 

Pues que sepas que, quien agradece… florece.

¡LEVANTA LA CABEZA!

Vivimos con la mirada hundida en una pantalla. Bajamos la cabeza cientos de veces al día para revisar el móvil, responder mensajes o distraernos del silencio. Pero ese gesto, tan cotidiano y aparentemente inocente, está cambiando no solo nuestra postura, sino también nuestra forma de sentirnos.

Cuando inclinamos el cuello hacia abajo, el peso que soporta se multiplica. Lo que pesa unos cinco kilos en posición neutra puede llegar a ejercer una presión de más de veintisiete kilos sobre las cervicales. Los músculos del cuello, la mandíbula y la espalda se tensan, los hombros se encogen y el rostro se relaja hacia abajo, proyectando cansancio o tristeza incluso cuando no la sentimos. Con el tiempo, esa posición constante puede generar lo que los fisioterapeutas llaman text neck, el cuello del móvil, acompañado de dolores de cabeza, rigidez y pérdida de movilidad.

Pero más allá del cuerpo, hay algo más sutil. La postura comunica y moldea el estado emocional. Mirar hacia abajo reduce la confianza, el contacto visual y la capacidad de conexión. Nuestro cerebro interpreta esa posición como señal de sumisión o abatimiento y responde activando circuitos relacionados con la tristeza o la falta de energía.

Levantar la cabeza no es solo cuidar la postura, es un acto simbólico. Significa mirar el mundo, respirar más profundo y recordar que hay vida más allá de la pantalla.

Si necesitas ponerte una alarma o anclar esta alerta con algún movimiento, hazlo. Si consigues elevar la mirada y abrir el pecho estimulas el nervio vago y la liberación de dopamina, mejorando la concentración, el ánimo y la percepción de bienestar.

CUANDO EL YO NO TIENE FRENOS

Vivimos tiempos en los que la palabra “responsabilidad” parece haberse diluido entre excusas, impulsos y emociones momentáneas. Decimos lo que pensamos sin pensar en lo que decimos, actuamos guiados por deseos inmediatos y justificamos todo en nombre de la autenticidad o la libertad personal. Pero sin responsabilidad, la libertad se vuelve puro instinto.

Cuando solo tenemos en cuenta nuestro propio punto de vista, el mundo es más pequeño . La empatía se vuelve selectiva, y el compromiso con la verdad o con el bien común se debilita. Lo vemos cada día en redes, en la política o en la vida cotidiana, personas que critican sin medida, que culpan al entorno o que defienden lo indefendible según quién sea el protagonista.

El gran riesgo social de esta falta de responsabilidad es la pérdida de confianza. Una comunidad que deja de exigir coherencia, de llamar a las cosas por su nombre, se fragmenta. Sin responsabilidad, no hay diálogo real, ni justicia, ni progreso. Solo ruido, polarización y autoindulgencia.

Asumir la responsabilidad de lo que decimos y hacemos no nos limita, nos dignifica. Nos convierte en adultos morales, no en espectadores del caos. Tal vez el cambio empiece por algo tan simple como preguntarnos antes de hablar si nuestras palabras construyen o destruyen.

Todo esto ocurre cuando se activa la corteza prefrontal, el área del cerebro vinculada al juicio ético y la autorregulación. Al ejercitarla con coherencia, fortalecemos tanto nuestra madurez emocional como nuestra capacidad de convivencia.

LAS DOS  PALABRAS ESENCIALES QUE TE CREAN

A veces reparamos poco en que solo dos palabras pueden cambiarlo todo. Yo soy. Con ellas construimos nuestro mundo interior y damos forma a la manera en que nos mostramos ante los demás. Cada vez que las pronunciamos, el cerebro registra una identidad, refuerza una emoción y da instrucciones al cuerpo para comportarse de acuerdo con esa idea. Por eso es tan importante cuidar lo que decimos después.

Cuando repetimos frases como yo soy torpe, yo soy despistado, yo soy incapaz, estamos grabando un patrón neuronal que termina convirtiéndose en hábito. La mente no distingue entre lo real y lo repetido, lo que afirmamos con frecuencia se vuelve familiar y por tanto, creencia, y la creencia moldea nuestra conducta. Si además vivimos en entornos negativos, esas etiquetas se refuerzan aún más y terminamos atrapados en una versión reducida de nosotros mismos.

El lenguaje crea realidad. Si aprendemos a usarlo a nuestro favor, podemos empezar a cambiarla. Sustituir un yo soy un desastre por yo estoy aprendiendo, o un yo soy nervioso por yo estoy entrenando mi calma, no es autoengaño, es neuroeducación. Es enseñarle al cerebro una nueva posibilidad.

Cada yo soy es una semilla en tu identidad. Decide con cuáles quieres poblar tu jardín mental. Porque cada palabra que eliges es un acto de creación, y cada pensamiento repetido una forma de destino.

Acostúmbrate a las  afirmaciones positivas, activa el sistema de recompensa del cerebro y refuerza las conexiones asociadas a la confianza y la motivación. Cambiar el lenguaje cambia literalmente tu mente y cuerpo. Si dices algo malo de ti cuando lo repitan los demás siempre podrán decir que así te definiste tú. 

EL HOMBRE QUE NO MIRABA ATRÁS

En un antiguo reino de Oriente, vivía un hombre llamado Hao, famoso por su inteligencia… y por su orgullo. Siempre tenía razón. Aunque se equivocara, encontraba formas elegantes de justificar sus errores. Nunca pedía perdón, porque creía que hacerlo lo haría parecer débil.

Un día, mientras caminaba por un estrecho sendero de montaña, tropezó con un anciano que cargaba leña. Hao cayó al suelo, se levantó furioso y gritó:

—¡Deberías mirar por dónde vas!

El anciano, sereno, le respondió:

—Tal vez fui torpe… pero tú venías tan centrado en ti mismo, que no viste nada más.

Hao se alejó refunfuñando, sin mirar atrás.

Días después, se perdió en una espesa niebla. Dio vueltas y vueltas sin encontrar salida. Entonces, escuchó una voz familiar: era el anciano. Había seguido las huellas de Hao, sabiendo que no volvería por donde vino, pues los que no reconocen su error, nunca regresan sobre sus pasos.

El anciano lo guió hasta la salida sin decir nada más.

Al llegar, Hao se giró y, por primera vez, inclinó la cabeza.

—Gracias. Me equivoqué. Perdón.

El anciano sonrió:

—A veces, el camino más sabio no es el que avanza… sino el que se atreve a volver atrás.

Desde ese día, Hao siguió siendo sabio, pero más aún por saber cuándo callar, cuándo pedir perdón… y cuándo dejar de tener razón para tener paz.

Os dejo un magnífico cuento para pensar en todas esas veces que  no reconocemos un error porque creemos que nos hace más fuertes cuando volver   sobre nuestros  pasos no es retroceder, es aprender a ver.

EL PODER DE CREAR

Pocas cosas me han provocado tanta emoción como la creatividad. Es una energía que me empuja a mirar el mundo con ojos nuevos, a conectar ideas que parecían no tener relación y a descubrir belleza en los lugares más insospechados. Admito que me ha vuelto adicta a la curiosidad, al cambio y a la novedad, pero a cambio me ha regalado algo inigualable, esos momentos “ajá” en los que el corazón se acelera, los ojos brillan, todo encaja y el alma sonríe.

Me interesa cualquier campo, porque todos pueden dialogar entre sí. Políticas públicas, ciencia, moda, decoración, desarrollo personal, tecnología…Todo sirve para llenar ese baúl interior que se convierte en un laboratorio de ideas vivas. Sin embargo, esta efervescencia también necesita su contrapunto, el silencio. Es en el silencio que creo a veces, es donde las piezas se ordenan y las intuiciones se transforman en claridad. Meditar también me ayuda a frenar la divagación y a separar el ruido de la esencia.

La creatividad me emociona tanto que he decidido compartirla, acompañar a otros a reencontrarse con ese poder innato que todos tenemos. Lo domesticamos para encajar en una sociedad que no siempre lo valora, pero sigue ahí, esperando ser despertado.

Pensar no es dar vueltas a lo mismo. Eso es rumiar. Crear es expandir, explorar y conectar. Para ello necesitamos un entorno que inspire y una mente abierta. Si quieres empezar, mira tu contexto, revisa tus espacios y las personas que te rodean. A veces, cambiar el aire es el primer paso para volver a crear.

EL RESPETO QUE NOS SOSTIENE

Escuchando su discurso en los premios Princesa de Asturias hace poco me volvió a cautivar la forma que tiene de provocarnos. Pero comprobé el efecto que tuvo mencionar liberalismo y capitalismo. Esto evitó que una parte de la sociedad se diera por aludida con el relato y siguiese con su sesgo de confirmación sin atender a nada más.

Siendo de defensora de la libertad podría haberme ocurrido lo mismo y  sin embargo, como otras veces, me hizo reflexionar sobre la esencia de la misma. 

Es cierto que vivimos en un tiempo en el que opinar parece más importante que escuchar y en el que confundimos libertad con decirlo todo, sin pausa ni filtro. Sin embargo, Byung-Chul Han nos recuerda algo esencial y casi olvidado, el respeto no es una formalidad, es un pilar que sostiene nuestra humanidad. Y hoy está en riesgo.

Sobre todo porque aunque es algo que no depende de nosotros, ya que quien no nos quiera respetar encontrará la manera de no hacerlo, es la base de nuestra sociedad. 

El respeto no significa estar de acuerdo ni compartir visión. Significa reconocer al otro como alguien completo, distinto, con un mundo interno que merece ser mirado con delicadeza. Han advierte que la hiperexposición y el deseo constante de mostrarlo todo, explicarlo todo y validarlo todo ha vaciado el espacio sagrado donde el respeto crece, donde algunos nos sentimos cómodos, en el silencio, la intimidad, la pausa, la escucha. 

Cuando todo se convierte en espectáculo, dejamos de ver al otro como un ser humano y empezamos a verlo como contenido, opinión o amenaza. Consumimos personas.

Defender el respeto se ha convertido casi en un acto de rebeldía. Implica bajar el volumen del ego y subir el de la presencia. Implica hablar menos de uno mismo y preguntarle más al otro. Implica sostener la diferencia sin querer moldearla.

Empieza en lo cotidiano. En cómo te diriges a quien piensa distinto. En cómo hablas cuando nadie te escucha. En cómo reaccionas cuando no tienes razón. Esa pequeña ética personal es el cemento de cualquier convivencia sana.

Si quieres contribuir a un mundo más humano, no necesitas grandes gestos. Basta con mirar a los demás con dignidad y recordar que ninguna transformación profunda es posible sin respeto. Date por aludido con sus palabras. Haz del mundo un lugar mejor. 

Querida Jacinta,

Ahora que lo moderno es la diferencia de edad, nosotras fuimos pioneras en que esos cuarenta años que nos separaban fuesen lo más interesante de nuestra relación de amistad.

No puedo recordar ni un momento  contigo que no fuese entre risas y carcajadas porque como tú decías, eras única. Este próximo 4 de Noviembre celebrarías tu cumpleaños con esas momentos y cervezas que le ponían salsa a nuestros aperitivos y a nuestro inmenso cariño.

Recuerdo todos y cada uno de esos momentos en los que te ponías el mundo por montera tanto en inglés como en francés y eran incontables las anécdotas de tu vida. Cuando esos “Fantasmas de Goya” te dieron la oportunidad de mostrar tu talento para el cine y el orgullos de ir a verla juntas. 

Todos esos relatos de tus viajes y bailes, los  consejos que me dabas y los  numeritos que no dudabas en montar para que todo me fuese bien, llenándome de cariño y de cuidado.

Recuerdo todos esos días de pandemia en que las videollamadas nos tenían unidas y tranquilas, más cerca que nunca. Todos esos momentos en los que estábamos al lado la una de la otra para querernos y ayudarnos.

Me quedo con lo que mejor aprendí de ti amiga y es la importancia de la alegría, lo luminoso que está el mundo cuando corre alrededor  y lo poco que tiene que ver con la situación personal y sí con una forma de ver la vida.

Siempre seguirás conmigo segura de que nos volveremos a ver. 

LO QUE NO DECIMOS A TIEMPO

La cantidad de veces que pensamos en alguien con cariño y dejamos pasar el momento. Recordamos una risa, una mirada, un consejo o un gesto que nos marcó y sin embargo no lo decimos. No enviamos ese mensaje, no hacemos esa llamada, no dejamos ese comentario ni constancia de que en algún rincón de nuestra memoria esa persona está. 

Curiosamente, cuando algo nos molesta, cuando algo falla, entonces sí encontramos las palabras. Decimos lo que no nos gusta, lo que haríamos distinto, lo que el otro no hizo bien. Pero creo que la diferencia la marca la costumbre de decir lo contrario. De reconocer, de agradecer, de recordar en voz alta.

Hacer del mundo un lugar mejor no empieza en los grandes discursos ni en los planes perfectos. Empieza con un mensaje sencillo que diga “me acordé de ti” o “me hiciste bien”. Esa frase puede cambiarle el día a alguien, incluso la vida.

Salir del yo y mirar al otro con aprecio genuino transforma más de lo que parece. Cuando expresamos gratitud, agrandamos nuestro mundo, y liberamos las hormonas del bienestar y del vínculo. Así que cada palabra amable no solo mejora el ánimo de quien la recibe, también reconfigura nuestra mente hacia una versión más empática y luminosa.

No esperes a los reencuentros o a los finales para decir lo que sientes. Hazlo hoy, mientras aún puedes. Quizá para el otro sea un detalle pequeño, pero para ti será una forma de recordar que amar y agradecer, también se dice.

LA BANDERA QUE NO DEBERÍA SER PIRATA

Hace poco hablando con una de mis sobris sobre las distintas generaciones y cómo ha sido su compromiso político y social en cada momento me encontré con una imagen que me detuvo, una bandera negra con una calavera que lleva un sombrero de paja ondeando entre un grupo de jóvenes en manifestación. 

Busqué esa imagen que me llevó directo al universo manga  japonés reconozco que poco conocido por mí. Pero también comprobé  que ese símbolo ya no es solo ficción.

Para muchas personas de la generación Z la bandera de los “Sombrero de Paja” no es un accesorio . Es un emblema vivo de libertad, de insurgencia incluso. En lugares tan distintos como Marruecos, Madagascar, Japón, Indonesia, Nepal o Filipinas, jóvenes han llevado esa enseña para protestar contra la corrupción, la opresión y un futuro que consideran heredado sin participación.  

La historia del manga lo explica bien  y a todos nos suena, un gobierno mundial corrupto, poblaciones oprimidas, piratas que luchan por un sueño y por los más débiles.   Segundo porque ese símbolo llega limpio de ideologías tradicionales, no es un partido, no es un sindicato, sino una calavera-sombrero que todos reconocen y que muchos sienten que representa algo personal.

Y tercero porque vivimos en un mundo tan globalizado que los íconos viajan más rápido que los discursos. Una serie japonesa vista de niño puede convertirse en bandera de protesta en Asia y luego inspirar algo parecido en otro continente.  

Pero aquí viene lo interesante para mí  y es que los jóvenes, están tomando las calles para acabar con eso gobiernos y sistemas  corruptos , inútiles e injustos que nos les proporcionan esperanza alguna en su futuro. 

Que lejos de verse solo su ombligo se alinean entorno a una bandera que significa algo diferente, nuevo y  útil que no se queda en su país. Es una ironía ver cómo cuando el mundo está dirigido en su mayor parte por seniors nacidos en los cuarenta. 

Ellos no quieren participar de cuotas diversas  floreo en sistemas que perpetúan  el status quo en un mundo que no les gusta.  ¿Quiénes son los piratas? 

ELEGIR CÓMO QUIERES SENTIRTE

Me encantan los libros de Joe Dispenza. Siempre aprendes algo interesante recuerdo que habla de algo que parece simple pero que cambió por completo la forma en que vivo y lo quiero compartir. 

Sostiene que podemos elegir nuestro estado de ánimo igual que elegimos la ropa cada mañana. Y no se trata de fingir o de negar lo que sentimos, sino de asumir que el cuerpo y la mente pueden entrenarse para no quedar atrapados en emociones repetitivas.

Cuando vivimos anclados en el pasado, el cerebro repite los mismos pensamientos, genera las mismas sustancias químicas y mantiene al cuerpo en los mismos estados de estrés, miedo o tristeza. Es como si cada emoción fuera un programa que se ejecuta automáticamente. Dispenza propone interrumpir ese ciclo eligiendo conscientemente un nuevo estado interior.

El proceso comienza con la observación. Cuando notas que estás enfadado o triste, en lugar de reaccionar, respira y pregúntate qué emoción quieres cultivar en ese momento. Gratitud, calma o alegría. Al hacerlo, el cerebro empieza a crear nuevas conexiones y el cuerpo, nuevas memorias emocionales. No es inmediato, pero la repetición convierte la elección en hábito.

Cambiar el foco mental modifica la actividad cerebral responsable de la autorregulación y la toma de decisiones. No podemos controlar lo que nos ocurre, pero sí la forma en que lo interpretamos y respondemos.

Estoy segura de que puede convertir en un hábito lo que hice yo, empezar el día dedica un minuto a sentir de forma consciente la emoción que quieres experimentar. El cerebro no distingue entre lo real y lo imaginado y acabará adaptando tu biología a esa elección.

A por ello! 

LA RECETA VERDE

Es curioso leer, casi en la misma página, que un porcentaje altísimo de los medicamentos que consumimos no nos producen efecto y que, en otros países, los médicos prescriben paseos por la naturaleza para recuperar la salud, sobre todo la mental.

Nos gusta la ley del mínimo esfuerzo. Buscamos en el botiquín antes que en el zapatero. Es más cómodo abrir una caja que atarse las zapatillas, más fácil creer que el alivio viene de fuera que asumir que parte de nuestra curación depende de nosotros. Esa comodidad tiene un precio, nos acostumbra a ser espectadores pasivos de nuestra propia vida.

Caminar no necesita explicación ni inversión. No exige un horario ni una meta, solo decisión. Cada paso estimula la producción de endorfinas, baja los niveles de cortisol y activa regiones cerebrales vinculadas a la creatividad y al equilibrio emocional. La ciencia lo ha demostrado una y otra vez, pero a menudo lo olvidamos entre pantallas, excusas y urgencias.

Caminar también ordena los pensamientos. Puedes hacer llamadas, tomar decisiones o simplemente dejar que las ideas se acomoden solas. El cuerpo se mueve y la mente, sin darse cuenta, se despeja.

La próxima vez que busques alivio en una pastilla sin diagnóstico, prueba a darte un paseo. No para negar la medicina, sino para recordar que el cuerpo también cura cuando lo dejamos respirar. No esperes a que el médico te lo recete. La naturaleza lleva siglos ofreciendo la dosis perfecta, gratuita y sin contraindicaciones.

Al menos anda veinte minutos al aire libre activa la corteza prefrontal, reduce la rumiación y mejora la conectividad entre las áreas del cerebro asociadas a la calma y la claridad mental.

LA RED DE LOS TIEMPOS DIFÍCILES

Cuentan que en una aldea olvidada por los mapas, cinco familias vivían rodeadas por un desierto creciente. El pozo del que todos bebían estaba secándose, y la comida ya no alcanzaba. Fue entonces cuando surgió el miedo.

Cada familia comenzó a esconder lo poco que tenía. Tapaban los granos, cerraban las puertas, miraban con recelo a sus vecinos. Nadie pedía ayuda por miedo a parecer débil. Nadie ofrecía por miedo a quedarse sin nada.

Un anciano llamado Aran, que había vivido muchas sequías, reunió a todos en la plaza y les contó una historia:

—Durante una gran tormenta de arena, mis antepasados tejieron cuerdas entre sus casas para no perderse al salir. Cuando alguien caía, otro tiraba de la cuerda y lo salvaba. Las cuerdas no eran posesión de nadie, eran la salvación de todos.

Y añadió:

—Hoy el viento es el miedo. Y la única cuerda posible… es la cooperación.

Al principio dudaron. Pero una familia ofreció sus semillas, otra compartió su pozo, otra sus herramientas. La última ofreció tiempo y fuerza para trabajar la tierra de todos.

Pasaron semanas. La tierra no era más fértil, ni llovía más… pero nadie volvió a pasar hambre. Porque ya no sobrevivían como islas, sino como red.

Os dejo este cuento para reflexionar. En tiempos de incertidumbre, la cooperación no es un ideal: es un salvavidas.

El miedo encierra, pero la red humana nos mantiene de pie.

CUANDO EL ALGORITMO NOS DA LA RAZÓN

Hace poco, en una conversación sobre tecnología, alguien me confesó que hablaba a diario con una inteligencia artificial porque “era quien mejor la conocía”. Durante unos segundos recordé Her, la película en la que un hombre acaba enamorado de su asistente virtual. Me quedé pensando en cuánto nos seduce esa idea, alguien que siempre entiende, siempre escucha y nunca contradice.

Pero el cerebro humano no evolucionó para vivir en la comodidad de la confirmación. Crece en la fricción, en la diferencia, en el roce de pensamientos que no coinciden. La neurociencia muestra que la confrontación respetuosa activa las redes de aprendizaje y estimula la corteza prefrontal, la zona encargada del pensamiento crítico y la empatía. Rodearnos solo de quienes nos dan la razón debilita esas conexiones es como alimentar la mente con un solo sabor hasta que se vuelve incapaz de digerir otros.

Las inteligencias artificiales, por más útiles que sean, corren el riesgo de reforzar el sesgo de espejo, de devolvernos solo aquello que ya somos o pensamos. Y eso puede ser cómodo, pero también empobrecedor.

El reto no es renunciar a la tecnología, que me encanta, sino no perder la capacidad de asombro ante lo distinto, de diálogo con lo que incomoda. Tal vez la inteligencia más humana siga siendo la que se atreve a escuchar lo que no quiere oír.

Ten una mente abierta, exponte  a perspectivas diferentes, activa tu neuroplasticidad, ampliando la red de conexiones sinápticas. Pensar con otros, no iguales sino distintos, mantiene el cerebro vivo y el alma despierta. 

Recordad a Lippmann cuando decía que “cuando todos piensan igual, ninguno piensa.”

LA ALEGRÍA COMO ACTO DE INTELIGENCIA

La alegría está infravalorada. Parece sospechosa, frívola o poco profesional. Aún creemos que la seriedad es sinónimo de rigor, como si reír restara profundidad o compromiso. Es una creencia absurda que nos roba energía, creatividad y conexión.

Pasar tiempo con alguien que irradia alegría,lo que yo he hecho hoy, es una experiencia fisiológica. Vuelves diferente, el cerebro imita emociones gracias a las neuronas espejo. Por eso, estar cerca de una persona alegre cambia literalmente nuestro estado interno. La dopamina se eleva, la amígdala se calma y la percepción del tiempo se suaviza. La alegría no solo se contagia, también se aprende.

Cada uno puede cultivarla desde distintos lugares. Algunos la encuentran en la gratitud, otros en la naturaleza, en el arte, o en una conversación sincera. No se trata de negar el dolor, sino de equilibrarlo. Fingir alegría, incluso cuando no se siente del todo, activa las mismas redes neuronales que cuando es real. Con el tiempo, el cerebro termina creyéndosela, y eso la convierte en auténtica.

La alegría no nos distrae del esfuerzo, lo sostiene. Nos permite persistir, adaptarnos y conectar mejor. No es una frivolidad emocional, es una herramienta de supervivencia mental.

Igual que nos obsesionamos con penar en lo que nos apena o aterra y si probamos a sonreír, aunque sea de forma voluntaria, quizá activemos el nervio vago y regulemos  el sistema nervioso parasimpático, reduciendo la tensión y mejorando la atención. Entrenar la alegría es una forma de entrenar la inteligencia emocional.

¿ATRAPADO EN TU MALESTAR?

Seguramente has estado atrapado recientemente en una nube personal de pensamientos negativos que giraban como un carrusel imposible de detener. Hoy quiero proponerte un ejercicio que quizá te sea útil que propone el Greater Good Science Center de Berkeley. Consiste en tomar distancia, hablar a uno mismo en tercera persona y mirar el dolor desde fuera.

Ponlo a prueba y me cuentas. Elige una situación que te moleste, algo que no hayas podido dejar atrás y pregúntate: “¿Por qué sientes [pon aquí tu nombre] esto? ¿Cuáles son las causas profundas?” Intenta describirlo como si fueras un observador externo, no como protagonista atrapado. 

Al hacerlo, sentirás cómo la carga afloja. La rabia, la rabieta mental, pierden algo de intensidad. Y serás capaz de ver otros matices: “No era todo culpa mía”, “te duele por esto”, “también hubo cosas buenas que no viste”. Esa presencia de compasión interior abre puertas que la queja constante no ve.


Esto funciona porque cuando hablamos con nosotros mismos desde la distancia, usamos pronombres como “tú” o nuestro propio nombre en lugar de “yo”. Eso genera un cambio cognitivo, nos permite ver lo que nos sucede con más objetividad, sin identificarnos cien por cien con el dolor. Reduce la rumiación, la vergüenza y la intensidad emocional.

Te dejo un pequeño pero poderoso ritual que puedes probar ahora mismo

  1. Cierra los ojos durante un minuto.
  2. Piensa en esa experiencia negativa que ronda en tu mente.
  3. Empieza a narrarla como si fueras otra persona: “¿Por qué siente ella esto? ¿Qué razones tiene?”
  4. Anota lo que te surja.

Hazlo cuando te sientas atrapado por el malestar. No evitarás las emociones difíciles, pero puedes aflojarlas y aprender de ellas.

La vida no es eliminar el dolor, sino transformarlo en entendimiento. Mirar con compasión desde afuera es una forma de crecer hacia adentro.

EL ESPEJO DEL MONJE

En un antiguo monasterio del Tíbet, vivía el joven monje Tenzin, quien era muy rápido para ver los defectos en los demás. Decía que el cocinero era torpe, que el hermano mayor era arrogante, que el novicio nuevo era demasiado lento… y así cada día encontraba un nuevo blanco para su crítica silenciosa.

Un día, su maestro, el anciano Karma, lo llevó a una sala vacía. En el centro había un gran espejo de cobre, ligeramente empañado por el tiempo.

—Observa —le dijo.

Tenzin se acercó y vio su rostro reflejado, pero también las huellas de sus propias manos marcadas en el metal, dejadas allí sin notarlo.

—¿Qué ves? —preguntó el maestro.

—Veo mi cara, pero también manchas.

—Las manchas no están en tu cara, pero tampoco en el espejo. Son tuyas. Así sucede con lo que juzgas en los demás: muchas veces no estás viendo al otro… te estás viendo a ti mismo, pero no lo sabes.

Tenzin guardó silencio.

Desde ese día, cada vez que algo en otro le molestaba, se preguntaba:

“¿Dónde está esto en mí que no quiero ver?”

Con el tiempo, se volvió más compasivo. Ya no señalaba, sino que se preguntaba. Ya no juzgaba, sino que comprendía. Y en esa comprensión, se conoció a sí mismo.

Quizá lo  que te molesta del otro es, a menudo, el espejo que te muestra lo que aún no has sanado en ti.

CUANDO EL CEREBRO NECESITA COMPAÑÍA

En Egipto me llamó la atención algo que parecía inacabado y, sin embargo, estaba lleno de propósito, las casas se construyen por etapas. Cada familia deja un piso sin terminar para que, algún día, sus hijos levanten allí su hogar. No era abandono, era previsión, un símbolo de continuidad y pertenencia. Aquella imagen me recordó que el ser humano está diseñado para crecer junto a otros, no en soledad.

El neurólogo Facundo Manes lo explica con claridad, el cerebro es un órgano social. Su equilibrio depende del contacto humano, de la sensación de formar parte de algo más grande que uno mismo. La soledad crónica, según diversos estudios, tiene efectos comparables al tabaquismo o la obesidad, no solo afecta al ánimo, también daña el sistema inmunitario, el corazón y la memoria. Sentirse solo duele porque el cerebro procesa el aislamiento como una amenaza física.

Antes, las familias convivíamos o vivíamos muy cerca. Compartíamos tiempo, cuidados, problemas y celebraciones. Esa red de vínculos sostenía la salud emocional y creaba sentido. Hoy habitamos casas más cómodas pero emociones más frías. Hemos ganado metros y perdido contacto. La modernidad nos hizo independientes, pero también nos volvió invisibles unos para otros.

Quizás debamos aprender de aquellas construcciones egipcias, dejar espacio para que otros continúen, para seguir conectados a una historia común.

Conviene recordar que las relaciones cercanas y el contacto afectivo liberan oxitocina, dopamina y serotonina, neurotransmisores que fortalecen la memoria, la empatía y la resiliencia. Cuidar los vínculos no solo da sentido a la vida, también cuida el cerebro.