CUANDO LAS MUJERES NO QUIEREN GUERRA

Las mujeres no hacen guerras. Las sufren.

Pierden padres, maridos, hermanos e hijos. Cargan con la reconstrucción. Sostienen la vida cuando otros la destruyen.

Por eso no es casualidad que, a lo largo de la historia, los períodos liderados por mujeres hayan tenido un tinte distinto. Uno de ellos fue el reinado de Hatshepsut, la gran faraona de Egipto. Gobernó con firmeza, sabiduría y visión durante más de 20 años, en uno de los momentos más prósperos y pacíficos de su tiempo.

Hatshepsut no se obsesionó con expandir fronteras a golpe de espada. Lo hizo a través del comercio, la diplomacia y la arquitectura. Trajo riquezas a Egipto desde Punt, construyó templos majestuosos y consolidó alianzas duraderas. Su legado fue de esplendor, no de conquista sangrienta.

Su historia nos recuerda que la fuerza no siempre ruge, a veces construye. Que gobernar con compasión, inteligencia y propósito es más poderoso que imponer con miedo. Y que cuando una mujer lidera, no siempre quiere parecerse a un hombre: muchas veces quiere cambiar las reglas del juego.

Estudios recientes confirman que los cerebros femeninos, en situaciones de liderazgo, muestran mayor activación en áreas relacionadas con la empatía y la cooperación. Esto no es debilidad, es una ventaja evolutiva. Y necesitamos más de ella.

LLENA TU CAJA DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Es un lugar común decir que la felicidad está en disfrutar de las pequeñas cosas. Así, en general, sin concretar. Y como no rellenamos ese archivo mental, pierde fuerza dentro de nosotros. Nuestra mente, rápida, se va hacia grandes viajes, posesiones materiales o actividades exclusivas.

Y eso, a pesar de que quienes estudian a fondo la felicidad nos insisten en lo contrario: pequeños gestos amables, gratitud diaria, relaciones sociales sanas y profundas.

Seguimos, sin embargo, atrapados en el bucle de lo grandioso.

Hoy te propongo algo sencillo: llenar la caja de las pequeñas cosas. Esas que te sacan una sonrisa, que te inspiran, que te calman. Que a veces ni sabías que estaban ahí. Es verdad, da pereza coger papel y boli, o abrir una nota en el móvil. Pero merece la pena.

Porque cuando detectamos con claridad lo que nos proporciona ese pequeño placer, lo reconocemos antes, lo valoramos más y lo disfrutamos mejor.

Y es entonces cuando entendemos que la vida sí está hecha de esas pequeñas cosas. Que no son accesorias. Que, unidas, pueden cambiar por completo la forma en que percibimos nuestra felicidad.

Anota ahora mismo tan solo tres pequeñas cosas placenteras que pueden cada día activar tu sistema de recompensa y refuerza los circuitos neuronales ligados al bienestar. En pocas semanas, tu cerebro empezará a detectarlas más fácilmente… y a disfrutarlas más intensamente.

EL FAROL DE ARROZ

En un antiguo pueblo del Japón, donde los tejados eran de madera y los caminos de piedra, vivía un joven llamado Kaito. Era introspectivo, profundo, siempre pensando en su propósito, en su destino, en lo que la vida tenía reservado para él.

Un día, una gran tormenta azotó la región. Los ríos se desbordaron, los campos se anegaron y la noche llegó sin luna ni estrellas. Las calles quedaron oscuras, y la gente del pueblo, desorientada, no sabía cómo volver a sus casas.

Kaito, en su refugio, meditaba:

—¿Qué me enseña esta oscuridad? ¿Qué parte de mí necesita luz?

Mientras pensaba, oyó golpes en su puerta. Era la anciana vecina, temblando de frío y miedo.

—¿Tienes un farol, hijo? No veo nada y no puedo volver a casa.

Kaito, molesto por la interrupción, le ofreció un farol de arroz, de esos que él mismo fabricaba con esmero. Ella lo tomó agradecida y desapareció en la oscuridad.

Al rato, volvió otro vecino. Y luego otro. Uno a uno, Kaito fue entregando todos sus faroles. Al final de la noche, no quedaba ninguno… pero el pueblo entero brillaba. Desde lo alto, las calles parecían un río de luz.

Kaito salió y sintió el aire fresco en la cara. Por primera vez en mucho tiempo, no pensaba en sí mismo, sino en los demás. Y esa noche, se dio cuenta de algo que ningún pergamino le había enseñado:

A veces, la mejor manera de encontrarse… es alumbrando el camino de otros.

Cuando dejas de buscar tu luz y comienzas a ofrecerla, descubres que siempre la tuviste.

MEJOR QUE NADA

Muchos luchamos contra la personalidad “todo o nada”, esa que nos empuja a desfondarnos por un objetivo… o directamente a no empezar, porque hacer algo a medias no encaja en nuestro esquema.

Vivir así durante años desgasta. Y por eso, algunos hemos aprendido a aplicar estrategias que suavicen ese patrón. Una de las más simples —y a la vez más poderosas— es esta: “mejor que nada”.

Escuchar una charla TED en inglés para practicar, aunque solo dure 15 minutos, es mejor que nada. Dar un paseo de media hora, mejor que no moverse. Hacer 20 sentadillas, mejor que posponerlo al lunes perfecto. Escribir unas líneas, grabar un vídeo rápido, tener un gesto amable con alguien. Todo eso suma. Todo eso cuenta. Todo eso… es mejor que nada.

No es solo una frase. Es una manera de ganar pequeñas batallas frente a la rigidez mental que nos frena. Una forma de construir una visión más flexible y compasiva sobre nosotros mismos. Porque avanzar un poco, todos los días, nos lleva mucho más lejos que esperar a que todo esté perfecto.

El cerebro refuerza hábitos con la repetición, no con la intensidad. Cada pequeña acción activa los circuitos de logro y motivación. Si repites con frecuencia algo manejable, la dopamina se alinea contigo. Así que recuerda: no necesitas hacerlo todo… solo empezar con algo. Mejor que nada.

LA IRONÍA DEL MIEDO

Resulta cuanto menos irónico que, mientras se plantea aprobar una ley que prohíba el uso del miedo en la publicidad, nuestros propios políticos y gobernantes utilicen el miedo como herramienta diaria de comunicación. Amenazas veladas, alarmismo constante y discursos que recuerdan más al síndrome de Estocolmo que a una democracia madura: cuanto más inútiles se muestran, más insisten en que sigamos confiando en ellos.

El problema es que el miedo no es neutro. La neurociencia ha demostrado que, ante estímulos de amenaza constante, el cerebro activa de forma repetida la amígdala y el sistema límbico, lo que dificulta el pensamiento crítico y favorece la obediencia automática. Vivir en alerta impide planificar a largo plazo, reduce la empatía y bloquea funciones ejecutivas como la toma de decisiones racionales.

En un mundo donde la colaboración real —no la cooperación interesada— será imprescindible para afrontar los desafíos globales que impactan directamente en nuestros problemas cotidianos, promover la confianza, la conexión y la visión a largo plazo debería ser prioritario.

Pero no. Aquí se gobierna apagando fuegos, se legisla por titulares y se comunica en función del último barómetro electoral. Lo importante es mover la aguja demoscópica, no resolver problemas. Lo urgente es el próximo eslogan, no el bienestar de los ciudadanos.

Mientras tanto, la confianza se erosiona, el diálogo se quiebra y la ciudadanía se acostumbra al ruido como si fuera normalidad. Y eso sí que debería darnos miedo.

Cuando sientas que una noticia o discurso te agita o te paraliza, haz una pausa de 90 segundos y respira profundamente por la nariz. Según la neurocientífica Jill Bolte Taylor, ese es el tiempo que necesita tu cerebro para procesar una emoción sin dejarse arrastrar por ella. Después, pregúntate: ¿Esto que siento es mío o inducido? Esa simple pregunta puede devolverte el control.

OBSERVAR PARA ENTENDER

En mis paseos observo —con cada vez más claridad— cómo pocas personas caminan o hacen ejercicio sin una distracción constante. La mayoría lleva auriculares escuchando música, noticias o podcasts. Algunos incluso hablan por teléfono y otros, a pesar del riesgo, caminan viendo vídeos en la pantalla.

Estamos perdiendo el hábito de estar. De observar. De escuchar. De ser conscientes de lo que nos rodea. De escuchar en el caso de mi paseo, chicharras, gritos de quienes juegan a algo,palomas, risas y conversaciones lejanas. 

Leía que en la cultura Sioux, cuando un joven se acercaba al momento de crecer, se le alejaba de la tribu durante varios días, solo, en la naturaleza. No se trataba de una prueba de supervivencia, sino de percepción. Al volver, los líderes de la tribu le preguntaban qué había escuchado, qué había visto. Si había reconocido el sonido distinto de los pájaros cuando se acerca una tormenta. Si había notado los movimientos del viento, la presencia de un animal, el lenguaje del entorno.

Nosotros, tan modernos, tan conectados, rara vez dejamos espacio para ese tipo de atención. Queremos saber más, pero prestamos menos atención. Queremos consumirlo todo, pero no nos damos el tiempo de digerir nada.

Quizá deberíamos, como ellos, salir un poco más de nosotros. Alejarnos del ruido artificial, entrenar nuestra mirada, afinar nuestro oído. No para volvernos expertos en la naturaleza, sino para volvernos un poco más humanos. Para descubrir que cuanto más entendemos lo que nos rodea, menos necesitamos para sentirnos en paz.

CEREBRO EN MOVIMIENTO

Para mantener mi cerebro en plena forma este verano, he decidido aprender algo nuevo, he empezado un taller intensivo de Tai Chi. Y está siendo mucho más que una actividad física, un viaje hacia dentro.

El Tai Chi, arte marcial interna de origen chino, combina movimiento lento, respiración profunda y concentración. No se trata de fuerza, sino de presencia. De observar cómo te mueves, cómo respiras, cómo habitas tu cuerpo. Cada gesto, cada desplazamiento, se convierte en un acto de atención plena que puedes adecuar a tu estado físico haciéndolo más o menos duro.

Aprender algo nuevo activa zonas del cerebro asociadas a la memoria, la coordinación, la plasticidad y la motivación. Es una de las mejores formas de mantenerlo en forma. Y si además ese aprendizaje está vinculado al cuerpo, los beneficios se multiplican, equilibrio, flexibilidad, respiración consciente y calma mental.

Estoy descubriendo sensaciones y detalles de mi cuerpo que en otras actividades físicas bi había notado, ni siquiera en el yoga. El ritmo lento me obliga a estar presente, a escuchar, a dejar de anticipar. Y eso, para una mente inquieta como la mía, es un regalo. Además de compartirlo con personas a las que no conocía siendo esto un aporte relacional muy sano. 

Este verano he elegido moverme de otra forma. Más lento. Más consciente. Para aprender, para conectar, para empezar la estación desde otro lugar. Porque moverse también es pensar. Y pensar, a veces, empieza por sentir.

EL HOMBRE QUE SE LLEVÓ LA OFICINA A LA ISLA

Tomás era un ejecutivo brillante. Siempre conectado, siempre disponible, siempre un paso por delante. Cuando le ofrecieron unas vacaciones en una isla remota como regalo de reconocimiento, aceptó… pero con una condición: llevarse el portátil, el móvil y “sólo por si acaso”, el acceso a las videollamadas.

Al llegar, la isla era un paraíso: arena blanca, agua turquesa, el sonido de los pájaros mezclado con las olas. Pero Tomás instaló su silla bajo una sombrilla, sacó su ordenador y empezó a responder correos como si estuviera en su oficina.

Los días pasaban y Tomás se frustraba: la conexión fallaba, el reloj del portátil marcaba otra zona horaria y su equipo parecía seguir sin él.

Una mañana, una niña local se le acercó con una flor en la mano.

—¿Por qué no juegas con el mar? —le preguntó.

—Tengo mucho trabajo —dijo él sin mirarla.

—Pero el mar también trabaja —respondió ella—. Mira cómo va y viene sin parar, y sin embargo nunca olvida descansar entre ola y ola.

Tomás levantó la vista. Por primera vez en días, escuchó. Cerró el portátil, apagó el móvil, y caminó hacia el agua.

Pasó el resto de sus vacaciones sin horarios ni notificaciones. Al volver, sus ideas fluían como nunca y su equipo notó algo diferente: tenía más claridad, más energía y más humanidad.

Entendió que desconectar no es huir del trabajo, sino volver a uno mismo para regresar mejor.

📝 Moraleja: El descanso no es ausencia de productividad, es el espacio donde nace la verdadera creatividad.

DE MORDIDAS Y DEMOCRACIAS ENFERMAS

Demasiadas similitudes.

Entre por qué se fue un Presidente del Gobierno y por qué, quizá, debería irse el actual, la historia se repite con distintos nombres y el mismo patrón: la corrupción como ruido de fondo permanente, cada vez más tolerado, cada vez más impune.

Presidentas de comunidades, hermanos, primos, intermediarios y amigos de ocasión. Mascarillas que enriquecen más que protegen. Responsabilidades in vigilando que nadie asume, porque siempre hay alguien debajo a quien culpar, o alguien arriba a quien no molestar.

Los sesgos son evidentes. Cuando el adversario comete una falta, se exige dimisión inmediata. Cuando es “uno de los nuestros”, se pide comprensión, matices, tiempo y contexto. Así no se limpia nada. Así se pudre todo.

Las mordidas en contratos millonarios no son novedad. Tampoco las campañas dopadas con ese dinero: más propaganda, más pantallas públicas al servicio de los mismos partidos de siempre, más medios privados domesticados a golpe de subvención y publicidad institucional.

Pero quizá llegue el día en que alguien confíe de verdad en la ciudadanía. En su capacidad crítica, en su autonomía, en su deseo de participar sin intermediarios manchados. Porque tenemos ya las herramientas para construir una polis digital, descentralizada, transparente y más justa.

Una democracia sin castas ni privilegios, sin partidos sostenidos por nuestros impuestos para satisfacer los siete pecados capitales a costa de todos.

Ojalá ese día llegue y algunos hagamos que esté cada vez más cerca. Porque si no lo está, será otro el que se enriquezca, otro el que se marche, y nosotros los que sigamos pagando.

SOSPECHOSO: QUE NO NOS PASE

Hacía tiempo que una serie no me dejaba sin aliento.

“Sospechoso: El asesinato de Jean Charles de Menezes” no es ficción, y eso es precisamente lo que la hace insoportable. Es la historia real de una tragedia que muestra, con una crudeza brutal, lo frágiles que somos frente al poder cuando decide protegerse a sí mismo en lugar de asumir responsabilidades.

Cuatro episodios bastan para desmontar cualquier fe ciega en el sistema.

Primero se niega la verdad, aunque haya testigos, vídeos y evidencia. Después se mancha la memoria del muerto para justificar lo injustificable. Y finalmente, con un empujón de la justicia, se cierra el caso… sin culpables y con ascensos.

Lo que ocurrió en pleno corazón de Londres en el siglo XXI pone los pelos de punta, porque no pasó en un régimen autoritario, sino en una democracia consolidada. Y porque podría pasarnos a cualquiera. “Que no me pase”, pensaba, sin poder dormir, con un nudo en el estómago que solo causa la rabia de la injusticia desnuda.

Me reconforta saber que siempre quedan valientes, aunque sean pocos. Personas a las que no les guía otra cosa que hacer lo correcto. Tanto en un lado como en otro. A pesar del alto precio que hay que pagar para nada contracorriente y dar un paso al frente ante la injusticia. 

Esta historia no va solo de un error. Va de cómo se blindan los que mandan, cómo se construye un relato para ocultar la verdad y cómo se desactiva el dolor de las víctimas con manipulación y olvido.

Todo eso ocurrió claro, sin  el boom de las redes sociales que hay ahora, en las que es más difícil controlar el relato oficial y en el que la verdad, en cualquier caso, está pasando a estar en un segundo plano. Ya solo cree uno lo que le conviene para no alimentar la disonancia cognitiva y seguir viviendo en automático. 

Esta serie es una alarma. Un espejo. Un recordatorio brutal de que quien controla la información, tiene el poder, sea quien sea y sin división de poderes real, sin prensa libre, sin justicia independiente, la democracia es solo una palabra vacía. Renovar y reconstruir nuestra democracia pasa por identificar esos poderes hoy. 

Y sí, si  no lo hacemos pronto, por muy dramático que parezca, puede costarnos la vida.

Y SI NO TODO TUVIERA UN “PARA QUÉ”

Estudiamos para además de adquirir habilidades, aprobar exámenes y conseguir un título. Hacemos másteres y cursos para seguir afilando el hacha. Aprendemos idiomas para abrirnos más  puertas. Practicamos deporte para envejecer mejor. Leemos para pensar más, para crear más. Escuchamos podcasts mientras caminamos para no perder el ritmo del mundo.

Todo parece tener un propósito. Todo se mide en función del rendimiento, del logro, de la utilidad.

Pero ¿y si no todo tuviera que tener un “para qué”?

¿Y si sentarse a mirar por la ventana, sin más, nos enseñara algo que ningún máster puede ofrecer?

¿Y si hacer algo sin ningún objetivo concreto fuese, en realidad, una de las formas más profundas y exitosas de aprender del entorno?

La revista Nature acaba de publicar un estudio que demuestra que el cerebro puede aprender del entorno sin necesidad de recompensas ni supervisión. En el experimento, los ratones que solo fueron expuestos al entorno sin entrenamientos activos desarrollaron las mismas conexiones neuronales que los que habían recibido recompensas.

La exposición pasiva, sin “para qué”, reconfiguró su aprendizaje. La plasticidad cerebral no depende solo de metas, sino de permitirnos estar presentes.

Quizá aprender sin propósito visible sea el único espacio que nos queda para cultivar la libertad interior. Para reconectar con la curiosidad más genuina, esa que no responde a ningún KPI, pero que transforma silenciosamente la manera en que entendemos el mundo.

No subestimes ese rato en el que no haces nada. Quizá la gente no aprende más porque teme la presión, los exámenes y tiene un recuerdo d un sistema que está superado y obsoleto. Quizá cuando no haces nada, estés aprendiendo más que nunca. Y eso, aunque no lo parezca, también te cambia. ¿Recuerdas la última vez que estuviste horas sin hacer nada? 

Aprovecha este verano y observa los cambios, la ciencia te los asegura. 

GUERRAS CIVILES 

Leo con estupor que Rusia recluta en conciertos de música. Jóvenes que una noche salen a cantar y la mañana siguiente despiertan designados para morir. Me espeluzna pensar que esto, que parece lejano, pueda convertirse en norma también aquí, como si los derechos fueran un lujo que se nos pudiera retirar cuando conviene.

En Ucrania, hoy eres desertor por querer vivir. Por decidir, con miedo, que cualquier otro destino es mejor que una muerte tan absurda como asegurada. Porque en estas guerras modernas, los que las declaran no son los que las combaten. Los que gritan “honor”, “patria” o “valor” desde despachos con pantallas y botones, no pisan el barro, no escuchan los gritos, no ven la sangre.

No puedo entender cómo los que empiezan guerras no son los primeros en alistarse a ellas, como antiguamente para ser verdaderos héroes. Csin embargo su poder sigue intacto y su integridad a salvo mientras las calles se vacían de jóvenes, de sueños, de futuro.

Es injusto. Injusto que decisiones tomadas con arrogancia, sin riesgo personal, se cobren vidas civiles de quienes solo querrían luchar por un trabajo digno, una casa, una vida mejor para los suyos.Que se confundan los ciudadanos con sus dirigentes y sus decisiones. 

En pleno siglo XXI, deberíamos estar hablando de nacionalidades flexibles, de equidad, de prosperidad compartida. Y sin embargo, nos estamos resignando a una maquinaria de guerra constante, que ya ni siquiera necesita razones claras.

Nos acostumbramos tanto a las guerras que cada vez hay más y entendemos menos. Se nos olvida el motivo y normalizamos la pérdida.

Y pienso en el poema de Niemöller que hizo famoso Brecht:

“Vinieron a por otros… y como no era yo, no dije nada.”

Hasta que vengan a por ti.

Hasta que el silencio ya no sirva de refugio.

Hasta que sea demasiado tarde para decir que no era mi guerra… pero era mi mundo.

CUANDO EL LIDERAZGO HUELE A PODRIDO

Cuando los privilegios son solo para los líderes, no hacen ningún sacrificio y esperan pleitesía, algo huele a podrido en ese liderazgo.

Es difícil, siendo humano, no rendirse a los cantos de sirena: ser “el especial” en la sala, el que recibe halagos, invitaciones, deferencias. Pero el problema no es que existan esos gestos, sino que uno empiece a creerse que los merece por encima del resto. Que cualquier crítica o distancia es traición. Que quien no sigue tu juego es envidioso.

Si has llegado a una posición donde se espera que dirijas, lo primero que deberías preguntarte es: ¿qué está dispuesto a sacrificar mi ego por el bien común? Porque eso es liderar.

Muchos hablan de servicio, de liderar para servir, pero a la mínima oportunidad pisotean a quien haga sombra, interrumpen para brillar, compiten por el elogio. Y lo hacen creyendo que no se nota.

El verdadero liderazgo no reclama atención, la reparte. No necesita casting continuo. No alimenta la inseguridad de su equipo. Suma, acompaña, sostiene, sin hacer de eso una campaña de branding personal.

El prestigio no se impone. Se gana en la carrera de fondo de sacar lo mejor de los demás, en silencio, sin recordárselo a nadie. Si hay que recordar que lideras, quizá no estés liderando.

¿LA FELICIDAD SE PUBLICA? 

Dice mi amigo Fernando  en su libro que hay quien asegura  que ahora la felicidad es contarla en redes. Si se no se cuenta, no se tiene. En un país donde quienes nos quieren mal afirman que la envidia es el deporte nacional, no puede ser que provocar esa envidia sea la nueva forma de sentirnos felices.

La neurociencia ha demostrado que las redes sociales, lejos de ser solo entretenimiento, activan en muchas personas la sensación de exclusión. Ver ese carrusel constante de viajes, compras y experiencias donde uno no aparece, enciende en el cerebro los mismos circuitos que el dolor físico. El efecto no es menor ni inocuo.

En mi caso, como curiosa impenitente, las redes me han traído muchas cosas buenas. Descubrimientos constantes, acceso a estudios, instituciones, cursos, entrenamientos y consejos de salud que de otro modo habría sido difícil conocer. Incluso han convertido mi cocina en un pequeño restaurante Thai bastante decente.

Nunca he publicado nada con la intención de presumir ni de provocar exclusión. Si algo comparto, es porque creo que puede servir, inspirar o al menos invitar a la reflexión.

Corren tiempos complejos para nuestra salud mental, y las redes juegan un papel silencioso pero poderoso. No las estamos usando todo lo bien que podríamos, pero quizá estamos justo en esa etapa en la que solo sabemos esto. Lo importante es no olvidar que lo verdaderamente valioso no siempre se publica. A veces, solo se vive.

POR CORTESÍA DE TUS IMPUESTOS

La escasa pedagogía sobre lo público, su eficacia y su eficiencia se nota en todos los ámbitos. Lo pensaba en mi paseo diario de seis kilómetros, tras ver cómo en los aseos móviles y en una sala de lactancia instalados en el recinto ferial con motivo de nuestras Fiestas Mayores, podía leerse un cartel: “Cortesía de tu Ayuntamiento”.

Qué bien saben algunos empresarios cómo engatusar a un político con cualquier fruslería para que este, en su fuero interno, se sienta orgulloso de tamaña hazaña y crea que su pueblo le querrá más porque tiene unos baños mejores que los del municipio de al lado. Lo que cuesten, da igual, total, ese dinero “no es de nadie”.

Pues no. Debería decir “Cortesía de tus impuestos”. Porque eso es lo que son. Servicios pagados con el esfuerzo de quienes cotizan, no favores personales del político de turno. No hay pleitesía que deber. Hay derecho a exigir rendición de cuentas, buen trato y buen gobierno.

Todo lo que organiza un ayuntamiento se financia con tus impuestos. Ese debería ser el patrocinio. Y son los empresarios —los que arriesgan, invierten y trabajan— quienes se acercan a las administraciones para ofrecer propuestas. El político escoge, sí, pero pocas veces piensa, organiza o arriesga.

Seamos exigentes. Cívicos. Serios. No permitamos que nos deslumbren con contrataciones como si fueran celebrities en gira. Disfrutemos, sí. Pero recordando siempre: las Fiestas Tricantinas son por cortesía de nuestros impuestos. Ni más, ni menos.

EL LIDERAZGO INEXISTENTE 

Querer liderar no puede ser una cuestión de nombramiento ni de ocupar una silla. Liderar es comportarse de un modo que inspire, que movilice, que deje huella. Sin embargo, cuando no tenemos cerca un ejemplo de liderazgo real, tendemos a copiar a quienes dirigen, aunque no lideren. Creemos que imitándolos llegaremos lejos, sin darnos cuenta de que lo que vale no es el rol, sino el modo en que se ejerce.

Lo que deberíamos preguntarnos es: ¿qué habilidades y valores nos gustaría que tuviese la persona que nos guía? ¿Qué necesitamos de quien tiene la responsabilidad de marcar el rumbo? Lo mismo que ocurre con la amistad: todos quieren tener amigos, pero pocos se preguntan cómo ser uno de verdad. Con el liderazgo pasa igual.

La política española, por desgracia, como si fuese una maldición a la que hay que resignarse, hace tiempo que no nos ofrece verdaderos liderazgos. Nos empuja, una y otra vez, a elegir lo menos malo. Hasta que la corrupción o el desgaste hacen caer al partido en el poder, y otro cualquiera, en el extremo contrario, toma su lugar. Se reinicia el ciclo. Sin ilusión. Sin ideas. Con discursos vacíos trufados de alarmismo, frases enlatadas y estrategias de marketing carísimas.

Pongan el partido que quieran en cada lado del ring: el resultado, lamentablemente, se parece demasiado. Solo nos queda observar quién es más creativo en la forma, porque de soluciones, ni una palabra. Y mientras tanto, seguimos huérfanos de liderazgo. De ese que no se proclama, se demuestra.

A ver si va a resultar que el propio sistema que se han procurado ellos mismos es el que una y otra vez proporciona más de lo mismo y quizá la solución sea abrir esas puertas y que entre un vendaval que impida el ciclo. 

HOY NO ES UN DÍA CUALQUIERA

Hoy no es un día especial porque sea el día de nada , haya fiesta o celebración oficial. Es el Aniversario de mis padres, y celebro que sin su amor, su generosidad y su dedicación, yo no estaría aquí. No sería la persona que soy. Les quiero tanto.

Es una alegría agridulce, porque mi papi ya no está para celebrarlo con él. Y porque sus últimos años de vida, marcados por la afasia, dejaron muchas conversaciones pendientes, preguntas sin hacer y muchas historias sin contar. Aprovecho y disfruto de mis queridas mamis. 

Os comparto esto para animaros a no dejar pasar los momentos que tenemos con ellos. Agradeced a vuestros padres todo lo que hicieron y hacen  por vosotros, con lo que sabían, o saben, con lo que tienen y tenían, con lo que son. 

No les juzguéis duramente y no seréis juzgados igualmente. Ningún padre o madre lo hace perfecto, nadie.A todos nos podrían reprochar algo. Pero, con los años, lo que permanece no son los errores, sino todo lo bueno, cómo te cuidaron y cómo te hicieron sentir.

Eso es lo que de verdad se queda. Lo que no olvida el cuerpo ni el alma. ¡Felicidades papá y mamá! 

LOS FELICES AÑOS 20

Ayer hablando sobre felicidad reparé en los dos periodos que la historia refiere como felices y me entristeció recordar que fueron periodos tras dos devastadores guerras. Decidí escribir un cuento:

“En una ciudad próspera y vibrante, donde los rascacielos comenzaban a rozar las nubes y la música del jazz llenaba las calles, vivía un joven periodista llamado Rubén. Cada mañana, Rubén paseaba por el bullicioso distrito financiero, tomando notas de las conversaciones, observando el ir y venir de los coches brillantes y las mujeres con vestidos de flecos.

Un día, intrigado por la alegría contagiosa que respiraba en cada esquina, decidió investigar qué hacía de aquellos años algo tan feliz. Se acercó a un anciano barbero que había visto crecer la ciudad.

—¿Por qué son tan felices estos años? —preguntó Rubén, libreta en mano.

El barbero afiló su navaja y sonrió.

—Son felices porque la gente ha decidido vivir el momento, hijo. Después de la guerra, la vida parecía demasiado frágil como para no celebrarla. Aprendieron a bailar sin miedo, a cantar a pleno pulmón y a inventar el mañana con cada paso que daban.

Rubén  anotó las palabras con cuidado.

—¿Y qué pasa cuando todo cambie? —insistió.

El barbero miró por la ventana y dijo:

—El viento siempre cambia, pero la semilla de la felicidad está en aprender a disfrutar cuando sopla a favor, sin pensar en el próximo vendaval.

Y Rubén comprendió que los años 20 fueron felices no por las luces o el jazz, sino porque la gente aprendió a vivir en el presente y a celebrar la vida antes de que llegara la tormenta.”

¿Qué vas a hacer tú hoy? 

EL PODER DE TU ECOSISTEMA

A veces pensamos que somos islas. Que podemos mantenernos firmes y positivos aunque todo a nuestro alrededor esté nublado. Pero no funciona así. Somos seres profundamente sociales y nuestro ecosistema —las personas con las que compartimos el día a día— influye en cómo nos sentimos, en cómo pensamos e incluso en cómo funciona nuestro cuerpo.

Un entorno tóxico puede hacer que el cuerpo se cargue de estrés, que el ánimo se apague y que la salud física y psicológica se resienta. La neurociencia nos recuerda que las neuronas espejo y los circuitos cerebrales de la empatía nos conectan con los estados emocionales de los demás.

Un comentario negativo puede instalarse en tu cabeza como una semilla que germina con cada mirada, cada suspiro, cada silencio incómodo. Por el contrario, un entorno de apoyo y optimismo tiene el poder de transformar incluso los días más oscuros.

No es casualidad que las culturas más saludables cuiden el vínculo social y lo celebren. Rodearte de personas que te hagan sentir valorado, que te inspiren y te reten a crecer es una de las mejores inversiones que puedes hacer en ti mismo.

No puedes controlar todo lo que pasa fuera, pero sí puedes elegir en quién confías y a quién escuchas. Porque el mundo que habitas no es solo geografía, es también emoción. Y cada sonrisa o palabra de aliento puede ser la medicina más poderosa.

Te invito a hacer conmigo un escaneo de tu ecosistema. Haz una lista de las personas con las que más tiempo compartes ya sea online o en persona cada semana. ¿Te inspiran? ¿Te drenan? Ajustar ese círculo no siempre es fácil pero puede ser la clave para vivir con más salud y alegría.

LA LIBERTAD DE VIVIR EL ÉXITO

La necesidad de relacionar causa y efecto en los acontecimientos nos lleva a llenar nuestras opiniones de sesgos inútiles que nos hacen opinar y molestar, sin pensar.

Alcaraz no había hecho más que la gesta de ganar Roland Garros y ya había muchos que criticaban su desconexión para recuperarse con su familia y amigos. Como si ganar solo fuera legítimo si se hace de la manera que los demás deciden.

Estoy segura de que hay muchos que sacrifican su vida por algo que les apasiona y que, con el tiempo, acaban odiándolo. Miran hacia atrás y se lamentan de no haber disfrutado más del camino.

Parece que nos cuesta soportar que otros disfruten, aunque sea fruto de un esfuerzo intenso y admirable. Nos creemos jueces implacables de la vida de los demás y a la vez esperamos que ellos sean comprensivos y magnánimos con nosotros.

El partido del domingo nos hizo vibrar a miles de personas con un tenis increíble y una perseverancia heroica. En lugar de celebrar y reconocer ese logro, algunos cargan contra un joven de 22 años que también quiere vivir. Como si tuviera que tener prohibido disfrutar.

Lo mismo ocurre cuando como a Morata un error —que puede ser tan fortuito como humano— se convierte en la excusa perfecta para que algunos descarguen su odio y hasta amenacen de muerte. Como si un fallo aislado en un partido valiera más que una carrera entera.

Cada uno vivimos nuestros éxito y  errores como podemos. Y aprender a respetar el modo en que otros celebran sus victorias —y sobrellevan sus derrotas— es un ejercicio de humildad y madurez que nos haría mejores como sociedad. Porque al final, detrás de cada victoria o error, hay una persona que merece vivir, aprender y crecer como desee.

Agradecerles su esfuerzo para nuestro disfrute es tan lógico como sencillo. Entiendo que  hay muchas personas muy duras con ellas mismas y que hablándose fatal y avergonzándose de todo prefieren contagiar  y hacer lo mismo con los demás pero esa, no es tampoco su solución.