Las mujeres no hacen guerras. Las sufren.
Pierden padres, maridos, hermanos e hijos. Cargan con la reconstrucción. Sostienen la vida cuando otros la destruyen.
Por eso no es casualidad que, a lo largo de la historia, los períodos liderados por mujeres hayan tenido un tinte distinto. Uno de ellos fue el reinado de Hatshepsut, la gran faraona de Egipto. Gobernó con firmeza, sabiduría y visión durante más de 20 años, en uno de los momentos más prósperos y pacíficos de su tiempo.
Hatshepsut no se obsesionó con expandir fronteras a golpe de espada. Lo hizo a través del comercio, la diplomacia y la arquitectura. Trajo riquezas a Egipto desde Punt, construyó templos majestuosos y consolidó alianzas duraderas. Su legado fue de esplendor, no de conquista sangrienta.
Su historia nos recuerda que la fuerza no siempre ruge, a veces construye. Que gobernar con compasión, inteligencia y propósito es más poderoso que imponer con miedo. Y que cuando una mujer lidera, no siempre quiere parecerse a un hombre: muchas veces quiere cambiar las reglas del juego.
Estudios recientes confirman que los cerebros femeninos, en situaciones de liderazgo, muestran mayor activación en áreas relacionadas con la empatía y la cooperación. Esto no es debilidad, es una ventaja evolutiva. Y necesitamos más de ella.





















