Buscar culpables se ha convertido en un aburrido hábito social. Ante cualquier error, cualquier incomodidad o cualquier fracaso, lo primero que hacemos es señalar. Al jefe, al gobierno, al compañero, al azar. Es un gesto rápido que alivia, pero no transforma.
Mi experiencia ha sido muchas veces solitaria. En muchos momentos, habría sido fácil culpar al entorno, a las circunstancias, a los que no estuvieron. Pero, incluso en esa soledad, me mantuve firme a algo que me enseñó mi padre desde pequeña, a buscar soluciones. No se señala, se actúa. No se culpa, se responde. No se huye, se asume.
Culpar desvía el foco de lo que sí podemos cambiar, de lo que nos toca mirar de frente. Alimenta sesgos, nos acomoda en relatos donde todo lo malo viene de fuera, y así evitamos hacernos preguntas que duelen.
Traicionar esa enseñanza sería traicionarme a mí misma. Sería alta traición a mis valores, a mi aprendizaje, a esa semilla de responsabilidad que él sembró en mí con el ejemplo, no con palabras.
Y luego está el karma, esa forma en la que la vida acaba poniéndote en el lugar exacto que tanto criticabas. Porque, cuando uno vive apuntando con el dedo, tarde o temprano la vida te pone al otro lado.
Ser responsable no es cargar con todo, es dejar de huir. Y en esa elección se esconde una libertad que no depende de nadie más. Porque solo quien no necesita culpables está preparado para cambiar su historia.
Cuando sientas la tentación de culpar a alguien por lo que estás viviendo, hazte esta pregunta antes, ¿qué parte de esto depende de mí, aunque sea un uno por ciento?
Esa pequeña porción puede ser el inicio de un cambio enorme. No para cargar con todo, sino para recuperar poder. Porque la responsabilidad no pesa cuando se convierte en motor.





















