En un antiguo monasterio del Tíbet, vivía el joven monje Tenzin, quien era muy rápido para ver los defectos en los demás. Decía que el cocinero era torpe, que el hermano mayor era arrogante, que el novicio nuevo era demasiado lento… y así cada día encontraba un nuevo blanco para su crítica silenciosa.
Un día, su maestro, el anciano Karma, lo llevó a una sala vacía. En el centro había un gran espejo de cobre, ligeramente empañado por el tiempo.
—Observa —le dijo.
Tenzin se acercó y vio su rostro reflejado, pero también las huellas de sus propias manos marcadas en el metal, dejadas allí sin notarlo.
—¿Qué ves? —preguntó el maestro.
—Veo mi cara, pero también manchas.
—Las manchas no están en tu cara, pero tampoco en el espejo. Son tuyas. Así sucede con lo que juzgas en los demás: muchas veces no estás viendo al otro… te estás viendo a ti mismo, pero no lo sabes.
Tenzin guardó silencio.
Desde ese día, cada vez que algo en otro le molestaba, se preguntaba:
“¿Dónde está esto en mí que no quiero ver?”
Con el tiempo, se volvió más compasivo. Ya no señalaba, sino que se preguntaba. Ya no juzgaba, sino que comprendía. Y en esa comprensión, se conoció a sí mismo.
Quizá lo que te molesta del otro es, a menudo, el espejo que te muestra lo que aún no has sanado en ti.




















