En una ciudad moderna, en medio de un distrito financiero, vivía Martinho, un ejecutivo brillante pero siempre insatisfecho. A pesar de su éxito, nada parecía ser suficiente: las metas eran demasiado exigentes, los clientes demasiado difíciles, el mercado demasiado inestable. Y cada vez que algo no salía como esperaba, Martinho se quejaba.
—Si las cosas fueran más fáciles… —decía—. Si el mercado fuera más estable… Si mi equipo trabajara mejor…
Un día, comenzó a llover. Primero una llovizna fina, luego un aguacero implacable. Los informes financieros se empapaban, las reuniones se cancelaban, los clientes se quejaban. Martinho, frustrado, miraba por la ventana con el ceño fruncido.
—¡Siempre llueve cuando menos lo necesito! —gritó.
Pero la lluvia no se detuvo. Al día siguiente, siguió lloviendo. Y el siguiente también. Martinho dejó de quejarse y comenzó a observar. Vio a algunos colegas esconderse bajo paraguas, otros apresurarse para no mojarse, pero también vio algo curioso: algunos salían a la lluvia sin quejarse. Se ponían un impermeable, seguían caminando, seguían trabajando.
Intrigado, Martinho salió a la calle sin paraguas. Sintió el agua fría en el rostro, pero siguió avanzando. Y se dio cuenta de algo: la lluvia no podía detenerlo a menos que él se lo permitiera.
Desde ese día, cada vez que algo salía mal en el trabajo, cada vez que las circunstancias eran adversas, Martinho recordaba la lluvia. Dejó de quejarse y comenzó a buscar soluciones. Comprendió que el problema no es la lluvia, sino la actitud con la que la enfrentas.





















